Mundial de escritura

Como ya os comenté en una anterior entrada (pincha aquí para leerla), me metí en el Mundial de Escritura de Santiago LLach. Después del proceso de escritura, que dura una semana, llegó el momento de postular uno de mis relatos para que lo votasen los miembros de mi equipo para representar al equipo en la siguiente fase. Mi relato recibió la honrosa cantidad de 3 votos, por lo que podéis deducir que no fue el elegido. El texto que elegimos para representarnos fue el de Alberto Martínez, que confieso que fue mi primera votación. Desde luego, Alberto es un maestro en esto de los relatos cortos, como quedó claro en su «Un ciervo en la carretera» (libros.com 2019). Seguro que en las siguientes fases, ya dependientes de un jurado, obtiene buenas calificaciones. La siguiente fase termina el 27 de noviembre, y os iré informando del desarrollo de este Mundial paralelo al de los millonarios que juegan en pantalón corto. Mientras llega esta fase, os dejo el relato que postulé para ser votado por el equipo.

Lo creé usando uno de los disparadores que se proponen en los días de escritura del Mundial. En el vídeo de la propuesta se mencionaba el libro «Me acuerdo», de Joe Brainard. Y yo, en un alarde de imaginación, lo titulé igual. Espero que os guste.

Me acuerdo

Me acuerdo del último día que vi a mi tío. Era un día festivo. Llevaba ropa de ir a misa, pero no era domingo. Tenía un bamboleo hipnótico y su mirada permanecía distraída. Miraba al estúpido infinito, como a él le gustaba decir. Lo del estúpido infinito era una expresión que aprendió en el servicio militar. Era lo único bueno que se trajo de esa experiencia, el resto fueron lacras del pasado y rémoras para el futuro, al menos eso decía él. 

Me acuerdo de las tardes que íbamos al cine y de la vendedora de palomitas de la puerta. 

Me acuerdo de cómo mi tío me hacía sentir especial. Siempre sabía contarme una anécdota para hacerme pasar los malos tragos, que es cierto que a mi edad no eran muchos. 

Me acuerdo de ver a mi tío jugar a las cartas con sus amigos y de cómo se mofaba de los que estaban casados. Él decía que su madre lo había educado para ser un adulto independiente y que por eso no necesitaba a ninguna mujer que le lavase los calzoncillos. Una vez vino una mujer a buscar a uno de los que solían jugar con él. Lo corrió a gritos del bar y lo llevó hasta su casa con la cabeza gacha. Las bromas se repetían cada vez que las partidas se alargaban más de lo normal: «Cojo, si llama la mujer de Bravo dile que ya salió, que ya va para casa» decían mi tío y sus amigos. 

Me acuerdo de un día que discutió con mi padre, que era de los dos el hermano mayor, porque mi tío no encontraba trabajo. Discutieron fuerte, mi tío se fue de casa furioso y no sabemos dónde durmió en dos noches. Luego, a solas, mi madre intercedió y le dijo a mi padre que la depresión funcionaba así, que le dejase su tiempo hasta que se curase. Mi padre cedió porque sabía que mi madre era una persona justa y recta. Cuando mi tío volvió, mi padre le pidió perdón y le tendió la mano. 

Me acuerdo de los regueros de agua que manaban en verano de las bocas de riego mal cerradas. 

Me acuerdo de las largas conversaciones que yo tenía con mi tío. A ratos eran soliloquios a los que yo asistía asombrado. Un día me mandó a hacer un recado. El camino era medio complejo, así que me hizo un croquis a mano alzada. Empezó en la esquina de la cuartilla, cosa que me extrañó, y fue trazando callejuelas y parques; edificios con sus tiendas, y alguna que otra estatua por toda la hoja hasta llegar al destino, situado en la esquina opuesta. Lo hizo todo sin pausa ni traba, con la naturalidad del agua que brota de un manantial. Entonces, al ver mi cara de sorpresa ante tal despliegue de memoria y habilidad, me explicó que lo más importante era saber dónde acababa el camino, porque, sabiendo también dónde nos hallamos, podemos crear un relato que fluya como un río del que podamos beber. 

Me acuerdo del olor a tabaco de su ropa mezclado con su colonia. 

Me acuerdo de su velatorio, que se dispuso en la forma de ataúd cerrado, por expreso deseo de mi padre. Todo el pueblo quería a mi tío y así quedó demostrado en el número de personas que fueron a velarlo. Amigos, amigas, amantes y una mujer bella de busto prominente y pelo negro azabache. Llegó con un vestido negro y un pañuelo en la mano con el que se enjugaba las lágrimas, les dio el pésame a mis padres, se santiguó frente al féretro y se fue. Mi padre y mi madre la conocían; los que no, que eran todos los demás, se dedicaron a elucubrar largo tiempo.

Me acuerdo de la voz ronca que tenía y de la cadencia sinuosa de sus palabras. 

Me acuerdo de que, incluso días después de su muerte, me hizo sentir especial: muchos de mis compañeros de colegio me preguntaron si era cierto lo que se decía del semen de los ahorcados. 

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