Hoy quería hacer una entrada algo distinta. Hoy traigo al blog uno de mis relatos incluido en mi libro La casa de la memoria. No te preocupes, no voy a extenderme en la presentación, aquí te dejo el relato.
El amuleto.
Mi casa era un hervidero de mujeres. Sumaban cinco de continuo y una más cuando doña Rosa venía a trabajar. Cuando yo tenía unos diez años, doña Rosa se tuvo que marchar a cuidar a su mamá enferma. En su lugar entró la señorita Wilma, que era la institutriz de mi hermana Blanca, la mayor, que apuntaba a la universidad. Wilma no trabajaba en la casa igual que doña Rosa; entraba en la cocina nada más que para tomar algo de beber o de comer. Eran muchas las diferencias entre doña Rosa y Wilma, pero para que se hagan una idea, nunca se me ocurrió espiar a doña Rosa mientras se ponía el traje de baño en la habitación de mi hermana. Nunca me fijé, por ejemplo, en el traje de baño de doña Rosa como lo hice con el pequeño bikini de colores que lucía Wilma.
Mi padre también salía a la piscina con nosotros, aunque su actividad se limitaba a darse chapuzones en los que cruzaba el largo de la piscina cuatro veces. Su forma de nadar era regia, con un estilo redondo y una velocidad constante. Luego salía del agua por el bordillo y, después de secarse las manos, volvía a sumergirse en la lectura mientras nosotros correteábamos s su alrededor.
Yo, supongo que por crecer rodeado de mujeres, siempre admiré a mi padre. Por eso y porque no pasábamos mucho tiempo juntos, nunca pude encontrarle todos los fallos. Encontré algunas pequeñas contradicciones entre sus palabras y sus actos durante mi adolescencia; quizás siempre estuvieron allí, supongo que hasta entonces no estaba preparado para verlas. Eran detalles que no tenían importancia, eran pequeñas grietas por las que entraba algo de luz. Si te acercabas un poco a ellas, podías ver el interior de su alma.
No es que mi padre fuese una persona con claroscuros, no creo que escondiese ningún secreto, pero sí creo que su imagen era algo que él quería proyectar, no algo real.
Había días en los que me colaba en su despacho de casa y jugaba a ser él. Me sentaba tras la gran mesa de roble y ponía un gesto serio que había practicado antes frente al espejo, en el baño. Fingía que firmaba actas importantes de reuniones a su vez muy importantes.
Eso era cuando Wilma no estaba en casa, porque cuando llegaba yo sólo buscaba tropezar con ella en cada estancia. Buscaba excusas para interrumpirlas a ella y a mi hermana mientras estudiaban.
En ocasiones le preguntaba a mi padre cómo podía hacer para conquistar a una chica, y mi padre me daba consejos demasiado generales, sin concreción.
A veces pienso que podríamos haber sido amigos, hubiese bastado con pasar más tiempo juntos. Pero mi padre murió dos meses después de cumplir yo los dieciséis. Así que me quedé solo entre tanta mujer.
De mi padre conservo, entre otras cosas menos importantes, un escritorio y un paraguas. De esas dos, el paraguas es la que más me recuerda a él.
Mi padre tenía un ritual, por llamarlo así. Antes de salir de casa, siempre, mi padre miraba al cielo. Era algo que nunca dejó de hacer. Miraba por la ventana de la cocina, que daba al norte. Si de allí venían nubes que amenazaban lluvia, cogía su paraguas del paragüero de la entrada y salía a la calle. Era un paraguas negro, con el mango curvado; fabricado artesanalmente en madera noble. La punta, de metal, resultaba peligrosa para los juegos de niños.
Veía a mi padre salir de casa con el utensilio colgado en su brazo derecho y creo que nunca lo vi volver a casa mojado. Era algo que siempre me resultó extraño: ¿Para qué llevaba mi padre el paraguas si luego nunca llovía? Y la realidad no era que no lloviese en el pueblo, recuerdo a mi padre entrando en casa empapado un par de veces, lo que ocurría era que nunca llovía cuando mi padre llevaba su paraguas.
El día que yo entendí que esto sucedía, quise explicárselo a mi padre, pero no me atreví. Mi idea era que el paraguas funcionaba como un talismán, una especie de conjurador de la lluvia. Me pareció que no debía importunar a mi padre con semejante majadería, pero como tampoco quería dejar para mí el hallazgo —por esa vanidad de la inteligencia—, cometí el error de contárselo a mi hermana Lucía, que no tardó ni un día en soltar el chisme durante la cena. Mis hermanas se rieron un poco con mi ocurrencia, pero mi padre no dijo nada. Mi madre, al ver mi incomodidad en forma de mirada agresiva hacia mis hermanas, las reprendió y, acto seguido, cambió de tema. Yo traté de entender lo que mi padre pensaba observando su comportamiento durante la cena, pero mi padre no dio señales de pensar nada distinto de lo que pensaba cada noche a la hora de la cena. Lo que me sorprendió fue lo que sucedió tras la cena.
Mi padre se fue a su despacho, algo que nunca hacía después de cenar. Eso nos agarró por sorpresa a todos. Bueno, a mi madre no; porque mi madre era una mujer muy lista. Y con esa inteligencia que tenía, me mandó al despacho a preguntarle si quería una taza de café. Me mandó como si nada, con total naturalidad, supongo que para no alertarme.
Llamé a la puerta del despacho con timidez, la voz grave de mi padre sonó al otro lado invitándome a entrar.
Estaba sentado mirando a la ventana, la noche ya era cerrada. Me pidió que cerrara la puerta y comenzó a hablar:
—¿Crees de verdad que mi paraguas es un talismán?
—Sí —contesté con toda la firmeza que sabía que mi padre reclamaba de mí.
—En cierto modo lo es —respondió. Luego me acercó hacia él y me sentó en sus rodillas—. Es un amuleto de confianza. A través de los años, hijo, he aprendido que hay que estar preparado para lo que pueda venir. Por eso miro por la ventana y observo las nubes del norte, porque son las que el viento suele traer hacia aquí. Entonces agarro el paraguas y me siento confiado porque sé que no voy a mojarme si llueve.
—Ya, pero cuando lo llevas, no llueve.
—Ahí es donde entra la superstición: he comprobado que siempre que estoy suficientemente preparado para un eventual contratiempo, el infortunio nunca llega a suceder. Así funciona mi paraguas, hijo, ese es mi talismán.
Después de aquella charla, muchas veces he pensado que, si yo hubiese sabido ver las nubes que se cernían sobre mi padre, me hubiese podido preparar para una eventual desgracia y, quizás así, mi padre no se hubiese disparado un tiro en el paladar dos meses después de cumplir yo los dieciséis. Pero, ¿cómo podría ver yo eso, si estaba espiando a Wilma?
FIN

¿Qué te ha parecido? Si has llegado hasta aquí, entiendo que al menos te ha intrigado un poco. Si quieres dejarme tu comentario, estaré encantado de leerlo. Y si te ha gustado y quieres leer más relatos en esa línea, te invito a leer mi libro La casa de la memoria. Borradores y bocetos. Está disponible en formato digital y en versión de tapa blanda.